Agosto 2024

Lamento la última publicación tan desesperanzadora: en mi defensa, nunca mentí respecto a cómo me sentía. Las cosas son un poco diferentes ahora. No es que las crisis existenciales hayan desaparecido, creo que nunca las voy a dejar de tener, y hasta cierto punto lo estoy asimilando. Sin embargo, no tengo ya la tristeza que me empujó a escribir todo lo anterior. Ahora sólo estoy nerviosa, pero esta vez sí tengo motivos para ello. 

Después de pedir y pedir al Universo por un trabajo, finalmente lo obtuve, y de un lugar que ni siquiera esperaba. Pedí literalmente que me colocara en el lugar donde (Dios, el Universo) considerara que yo debía estar. Entonces recibí un mensaje para una entrevista de la escuela donde trabaja mi hermana, porque me estuvo ayudando hablando a sus jefes de mí. Me concedieron el trabajo ran rápido que no he podido evitar pensar que hay algo mucho más grande detrás de esta obra, como una Gran Misión o algo así. Hay veces que creo que solo fue suerte fundada en el apoyo incansable de mi hermana, pero hay otras veces, como hoy, que no puedo evitar pensar algo mucho más allá. Y me pregunto por qué el Universo considera que debo estar aquí. Esa es una de las estrellas que forman parte de esa constelación de cosas que me han tenido nerviosa últimamente. Es complicado, pero es mucho mejor que sentir toda esa angustia o tristeza sin saber por qué.

La verdad es que convertirme en maestra fue la sorpresa que este año tenía preparada para mí. Sinceramente, estos últimos meses me he estado despreocupando un poco de si mi profesión tiene que ver con lo que estudié o no. Desde que aprendí a desligar mi trabajo de mi identidad, porque el trabajo o lo que haga para sostenerme, no define por completo la persona que soy. Específicamente desde que leí 'Demian' por cuarta vez, esa parte en la que Sinclair reflexiona que uno puede llegar al mismo camino siendo músico o prisionero, porque lo importante no es el camino, sino llegar al propio destino. Voy a permitirme recuperar esta parte:

La misión verdadera de cada uno era llegar a sí mismo. Se podía llegar a poeta o a loco, profeta o a criminal, eso no era asunto de uno: a fin de cuentas, carecía de toda importancia. Lo que importaba era encontrar su propio destino, no un destino cualquiera, y vivirlo por completo. 


La verdad es que entre más me desligo de este personaje que he creado para sobrellevar este mundo y este sistema, más en paz me siento. Gracias a esa obsesión por conocer sobre el budismo que tuve este año, y que ha sido uno de los aprendizajes más liberadores de mi vida. Entre más desaprendo, más aprendo, si es que eso tiene sentido. 

Me sentía muy rara el primer día de trabajo, como fuera de lugar, como si todas las personas poseyeran un secreto y un conocimiento del que yo carecía.  Como si fuera una intrusa. Un sentimiento de deshonestidad del que no lograba desconectarme, que me pateaba y que con un poco de más intensidad, me hubiera obligado a irme ese mismo día. Y luego entré al ambiente en que yo estaría. (Ambiente es una palabra Montessori para referirse a los salones, y me parece mucho más hermosa). Vi un conjunto de pequeñas sillas, pequeñas mesas, y gabinetes de madera para que los niños pusieran sus cosas. Era un lugar pensado para niños de 6 a 8 años. Me invadió una ternura avasallaste. Me imaginé alrededor de ellos, con sus chamarras pesadas, sus pequeñas voces, sus pequeñas risas, tan confundidos como yo. Me imaginé comiendo con ellos, cocinando con ellos, cuidando de ellos. Sin conocerlos, sentí dulzura. Y eso podía darme una idea de qué era lo que el destino buscaba que hiciera ahí. 

(Aun cuando recientemente me movieron de puesto de maestra de inglés a asistente de Comunidad Infantil. Una historia curiosa que debo para otra ocasión. Esta es mi primera semana: deséenme suerte)  

Ultimamente he estado escuchando mucho a Chappell Roan, y sigo con la fiebre de Adam Ant. No tienen nada en común, pero ahora pueden darse una idea de cómo suena la banda sonora de mi cabeza. Tal vez lo único que tienen en común es una vibra flamboyante, glamourosa y colorida. Y resiliente. Hace unos meses estaba leyendo uno de los diarios de Virginia Woolf, y ella detallaba en él lo mucho que amaba leer biografías. Es una fascinación que comparto. Es amor por las historias, después de todo.  Es algo que extrañamente me ha ayudado a mantenerme viva: tener ídolos, referentes, historias interesantes para recordar que una vida puede ser apasionante o profundamente dolorosa. Pienso en Sor Juana Inés de la Cruz, en Frida Kahlo y en como las historias de ambas me animaron a acercarme a escribir y a pintar. En Chappell y Adam. Mi adolescencia la viví sumergida en estrellas de rock, en Axl Rose y prácticamente todo el club de los 27. Mención honorífica a Kurt Cobain y Gerard Way. En María Antonieta, y en como su estatus como monarca me repele tanto, pero su vida me hace sentir algo de compasión; me expone a una dicotomía tan rara. En Sylvia Plath y Virginia Woolf. Incluso en los Sex Pistols, porque no puedo fingir que su historia no me fascina de la forma en que lo hace. En Jesucristo y Siddharta Gautama. Estos días también he pensado en Juana de Arco. Y creo que en casi todos estos casos, hay algo que me resuena lo suficiente como para quedarse conmigo.

Todo aquel que cree que las historias no tienen ningún impacto, claramente desestima su poder. A veces,  tenía yo en mi cabeza la fantasía de llegar a casa con mis sobrinos y contarles todo acerca de la gran aventura de la que acababa de regresar, del bosque, de la selva, de mis viajes alrededor del mundo, y tenerlos fascinados. En una especie de legado. O de ser ya una anciana, una abuela o una tía contando todo lo que he vivido a mis nietos. Creo que sigo viva porque aún tengo historias qué contar.






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