El defecto mariposa

Esta probablemente no va a ser una entrada optimista. Si no te sientes bien o más o menos bien, no lo leas ahora.  




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Últimamente he tenido el miedo de que las inteligencias artificiales me reemplacen. La tecnología lo está devorando todo de una forma tan feroz, que a veces pienso y estoy segura que yo voy a ser lo siguiente que se van a comer. No es porque me importe serle útil o ser funcional a alguien, a alguna empresa ni nada, no me importa morirme por ser un recurso humano. Me da miedo que las máquinas intenten imitar un pedazo de humanidad que es mía. Máquinas que pintan, máquinas que roban arte de otros artistas y crean algo "propio"; máquinas que roban información de otro lado y crean poemas, guiones, novelas; máquinas que crean música por ti. No es un secreto que a la sociedad no le gustan los artistas, y ahora están encontrando formas de contrarrestar esa madriguera, de secarla poco a poco. El arte del futuro va a ser perfecto porque las máquinas no cometen errores, están tan cuidadosamente programadas que no hay margen para algo así. Equivocarse es un espectro tan humano. Equivocarse es más que solo humano, es artístico. 

Siento miedo por el arte humano, específicamente por el mío, lo confieso. Yo no puedo superar a las máquinas, pero aunque las cosas que haga tengan el alma que ellas no tienen, se van a quedar ahí porque a muchas personas no les importa el alma de las cosas, siempre que se vean bonitas. Y yo no siempre soy bonita. Es curioso que he escuchado más cumplidos de ser bonita cuando peor me siento. A veces cuando las señoras me ven y me dicen "ay, que flaquita estás, sigue así" antes de siquiera saludarme, me dan ganas de contestarles "gracias, es una enfermedad tiroidea". 

Para algunas personas, el efecto mariposa es el nombre de una reacción en cadena de una serie de eventos. Que el batir de las alas de una mariposa puede provocar un tornado en otra parte del mundo, que si la Segunda Guerra Mundial es en parte responsable de la creación del anime, que si el asesinato de un perro desembocó en la creación de ISIS, o que si por la caída de las Torres Gemelas tenemos cinco o cuatro películas de Crepúsculo. La teoría del caos en su máximo esplendor. Para mí, el efecto mariposa tiene un significado doble.

 Todo empezó por una hemorragia espontánea de la nariz. Luego una cada semana. Dos, tres, cuatro, cinco veces a la semana. Siete u ocho veces a la semana, algunas veces nueve porque me sangraba la nariz dos o tres veces en el mismo día. La abundancia de las hemorragias era desconcertante. Un día, cuando dejamos de tomar la pandemia tan en serio, fui a la escuela prácticamente abandonada a tomar una clase presencial. Hubiera tenido esa misma materia dos semestres antes, pero hubo un paro tan largo que el tiempo que quedó disponible iba a ser insuficiente para tener buenas calificaciones. Además, estaba en un momento muy malo de mi vida que no me iba a permitir mantener una regularidad académica. 

Me atrasé un año hasta ese momento en que alcancé una clase presencial, y los astros se alinearon para darme una hora libre para recostarme sobre el pasto. Me quedé dormida, pero me despertó la sensación de la sangre saliendo de mi nariz. Era tanta la hemorragia que me estaba sintiendo mareada. Deambulé por la escuela una hora, yendo al baño para ayudarme a mi misma, intentando llegar a la salida para irme a mi casa con muchas dificultades porque sentía la vista nublaba y mi sentido de la orientación estaba ausente. Aún con la hemorragia lo más evidente posible, no recibí ayuda de nadie. Es increíble cómo la gente puede verte literalmente sangrando y no ofrecerte alguna clase de auxilio. Nadie, más que de un chico que (intuyo) era de Derecho porque llevaba traje (y los estudiantes de Derecho tienen una fama particular sobre su sentido de la moda). Fue muy amable y me condujo hasta la salida donde alguien de seguridad nos interceptó y nos sugirió que me llevaran a la enfermería. Coincidimos con mi papá y ahí sí empezó todo. Hay partes de ese trayecto de la salida de la escuela a la enfermería que no recuerdo, por ejemplo, no recuerdo haber caminado tanto. Solo recuerdo llegar a las puertas de algo que parecía un hospital pequeño. Recuerdo al Doctor Armas y hasta la fecha pienso que tiene uno de los nombres más curiosos del mundo, desde entonces he querido escribir un personaje que se llame así. Me midieron la presión, me contuvieron la hemorragia. Me recomendaron ir con un otorrinolaringólogo y me explicaron algo de una cauterización.


Mi familia estaba atravesando una crisis y no podíamos ir a tal doctor. En su lugar, fuimos con un médico general. Un consultorio en la esquina de una avenida muy transitada, conviviendo con muchos otros negocios formales e informales. El Estado de México es el espacio en medio de ese diagrama de Venn que combina la urbanidad que nos contagia estar cerca de la Ciudad de México, con la ruralidad de vivir en la periferia a final de cuentas. La sala de espera del consultorio era casi improvisada, pero estaba llena y hacía muy evidente lo que las noticias en la televisión ya se habían aburrido de transmitir: la crisis sanitaria que alcanzó a la gente más económicamente desafortunada. El interior del consultorio también era pequeño, y como muchos, también tenía una ilustración de un Cristo en un quirófano y un calendario del Señor de los Anillos dispuesto de forma piramidal. La luz fría sobre nuestras cabezas es un castigo visual. En todo el lapso en que estuve yendo y viniendo de ese consultorio, tuve tres doctores diferentes. Me encanta la mitología, y el número no me permite desasociar esto con las moiras, las figuras de la mitología griega que pueden ver pasado, presente y futuro.

El primer doctor partió de lo que había pasado, y trató mi problema con soluciones prácticas, pero que a final de cuentas estaban sólo enfocadas a controlar la hemorragia, el evento pasado que me hizo conocer la enfermería de la escuela. Me dio unas patillas cada ocho horas porque él decía que era algo de la sangre, que no coagulaba bien. 

El segundo doctor mantuvo estas pastillas, y le agregó un suplemento llamado Minergium porque estaba muy baja de peso. No era la primera persona que sospechaba si tengo anemia. 

El tercero, ese si me hizo ver el futuro. Fue el único que se rehusó a suponer y me mandó a hacer estudios de tal y tal cosa. Pese a mi miedo a las agujas, le entregué lo que me pidió. Ahí nos explicó, a mi papá que me acompañaba y a mi, que el problema no era la coagulación de la sangre. Es más, lo importante ya ni siquiera eran las hemorragias. Todo estaba en orden, menos el perfil tiroideo. Tenía años en que no siquiera pensaba en la palabra tiroides, pero a partir de ese día se convirtió en algo extrañamente común, como una palabra que repites tantas veces que pierde el sentido. Tiroides. Tiroides. Tiroides. No significa nada ya. 

Aquí terminó mi aventura con los doctores generales y comenzó la de visitar un endocrinólogo. Un sábado al medio día bajé de la estación Nezahualcóyotl del Metro, bajé por las escaleras sucias, ignoré la palmera gigante y caminé pasando de largo los taxis comunitarios para llegar al único lugar de todo ese recorrido que no me era familiar. El hospital estaba tan abandonado que cualquier señal de movimiento sonaba como un poltergeist. Pero increíblemente el lugar si tenía vida. La enfermera me hizo esperar al doctor en una sala de espera que aún respetaba esa regla de serie numérica impar: asiento ocupado, asiento desocupado, asiento ocupado…

Entonces llegó el doctor. Su consultorio era como un estudio de televisión, donde se graban esos programas de médicos que no quieren inventariar nada, entonces hay pocas cosas en el set; una computadora, un estetoscopio y una maleta pequeña. Es como ruido blanco, impersonal pero presente. Empezó la hora de armar el historial: me llamó Stephany Peña, tengo 24 años, no tengo antecedentes de diabetes, soy soltera, nunca me he embarazado, no tengo otras enfermedades crónicas, mi tipo de sangre es tal. Me pesó. Va a seguir pendiente porque tengo tendencia a la anemia. 

“Extiende las manos”, me ordenó.

Yo le obedecí y las revisaba con cuidado, estaba pendiente de la constancia con la que temblaban. Le llamó la atención una mancha roja en la mano y me preguntó por ella. Le conté la historia. No me dijo nada y solo siguió examinando.

"¿Cómo duermes, Stephany?”

Le dije que muy poco, pero esa es una mentira parcial. Si es común que duermo menos de ocho horas al día, aunque dependiendo de la temporada puedo dormir trece o catorce, o incluso solamente tres o cuatro. Pero todo depende.

Después de un montón de preguntas y examinación, escuché la sentencia. Le dicen tiroiditis de Hashimoto y esuna enfermedad autoinmune permanente. Significa que mi sistema inmunológico me odia tanto que está atacándome, específicamente ataca esa glándula en forma de mariposa que tengo en el cuello, que es la glándula tiroides, la que no está haciendo su trabajo y no está produciendo las hormonas que debería, y eso repercute en todo lo que siento. ¿Por qué se llama Hashimoto? Hashimoto porque la gente tiene a colonizar el cuerpo y sus malestares poniendo su nombre en ello como su meada territorial. Me dio una dosis de levotiroxina que cada ciertos meses debe ser más fuerte. 

He escuchado que me recomiendan que no le de mucha importancia al diagnóstico, y aunque entiendo la intención de tranquilizarme, tampoco la agradezco. No entiendo por qué la gente insiste en calmarme todo el tiempo, es como si nadie quisiera lidiar conmigo. ¿Por qué mantenerme callada cuando siento tanto?

Físicamente, son problemas en todo lo material en mí, como si la batería de mi cuerpo estuviera completamente baja. La digestión es mala, la memoria es terrible, mi piel está seca y mis uñas eran tan frágiles que podía doblarlas y desdoblarlas. Uñas elásticas, un don y una maldición. Es sentirse extremadamente cansada. Meses antes de mi diagnóstico, recuerdo que no podía sentarme en un sillón sin quedarme dormida, como si ninguna de las trece horas que ya había dormido antes importaran. 

Hay veces que tener hipotiroidismo se siente como estar desahuciada, pero nunca sin ver la hora de tu muerte llegar y solo sentir la angustia de que está cerca. Se me empezó a caer el pelo, como si quisiera mostrar mi cráneo y así empezarme a quitar mi disfraz de viva para revelar lo que soy en realidad: un esqueleto. Un esqueleto con frío, porque es algo que me acompaña la mayoría de las veces. Cualquier persona que me conozca en persona y haya tomado mis manos ha sentido lo frías que son incluso en días increíblemente cálidos. A veces mi mamá las toma e intenta traspasar el calorcito de sus manos a las mías, pero siempre vuelven a su temperatura habitual. Tal vez soy como Elsa y se ponen más frías cuando peor me siento, porque en cierta forma el hipotiroidismo funciona así. 

Tengo que admitir de lo que mas me da miedo. Entre la lista de síntomas literalmente escriben "depresión" como un síntoma del Hashimoto, del hipotiroidismo. Lo escriben con la misma facilidad con la que puedes escribir "tos" en la sintomatología de la gripe, como si "depresión" fuera una palabra vacía, y la he oído tantas veces que no entiendo qué hace ahí. Nadie contesta mis preguntas, ¿a qué se refieren cuando escriben eso? ¿Significa que acumulas un montón de síntomas que son parecidos, pero que al final nada de eso es lo suficientemente válido para ser llamado depresión? ¿Significa que gané una promoción de malestar físico y emocional? ¿Hasta dónde debería llegar la tristeza para saber si es solo es tristeza, si es parte de la enfermedad que ya tengo o si estoy cayendo a un lugar nuevo? ¿Qué hay de los días en los que tiemblo de tristeza porque desperté y rezo para que me de un paro cardiaco mientras duermo, son solo unos de los síntomas de algo todavía más grande? Tengo un miedo culposo de que toda mi profundidad sea un mal algoritmo endocrino. 

Es un mal chiste, pero todos los chistes, por malos que sean, todos tienen un remate. Aquí está el del Hashimoto: es cíclico. Cuando lo vea zarpar, le veré volver con su bandera izada saludando al viento. Un día en que esté pintando un horizonte y piense que hacía mucho tiempo que no me sentía tan estable y tan sana, tan feliz,  en el marco de la puerta va a aparecer este personaje cargando toda la sintomatología como el asesino de una película de terror cargando un cuchillo, y saludándome: "¿De verdad creías que ya había acabado todo?"


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