dear die-ary #1

 En Johnny The Homicidal Maniac, que es uno de los comics a los que más cariño le he agarrado desde que lo leí hace dos años, cada que Johnny escribe una entrada específica de su diario, en la que se siente deprimido, la empieza de esta manera: dear die-ary.

Yo nunca he sentido que pueda apropiarme de la palabra depresión, por el enorme respeto que le tengo al vocabulario médico. Nadie me ha asignado esa palabra, así que tengo que buscar un término diferente para las necesidades que tengo. Le mandé un mensaje al endocrinólogo para preguntarle: 'sentir tristeza, mucha tristeza, es normal con la enfermedad que tengo, ¿verdad?' Y su respuesta es que tal vez no estoy bien sustituida, y que tengo que hacerme otro perfil tiroideo. No sé cómo sigo viva si pierdo sangre cada mes, y de diferentes maneras. 

Pero le planteé mal la pregunta, porque no solo siento tristeza. Siento angustia. Tengo miedo de que algo malo pase con la gente que amo, y me obsesiona la catástrofe. No he podido hacer nada pensando que a mi hermana le pueda pasar algo en el trabajo, y cómo va a regresar. No verla de nuevo me mataría. Me da miedo perder señales de que algo estuvo mal desde un principio y no haber hecho nada, no haber hecho lo suficiente, porque nunca es suficiente. Tengo que contar las horas. Tengo que llamar. Es como un asalto, espontáneo. Me inquieta y me paraliza.

Siento culpa. Me siento como un vampiro robándole la vida a todas las personas que se quieren acercar a mí. Realmente no merezco esa clase de afecto. Nadie merece que le arruine la vida, cargar conmigo.

Siento desesperación de seguir con vida, porque haga lo que haga, hay algo en mi propia profundidad que no puedo matar. Es un veneno que vive contigo y del que no puedes deshacerte. Estoy atrapada aquí, en estas costillas que son la jaula del corazón, en esta piel, en estos tejidos, en una garganta que ya no canta para ahorrarse el llanto. Y me siento incapaz de irme a dormir, solo para despertar otra mañana y darme cuenta de que sigo aquí.

Cuando eres joven, o al menos a mí me pasó, a mí me dijeron que todo esto sería temporal. Era como el precio que tenías que pagar por ser adolescente. Así que resistí, impacientemente, y en los mejores días de mi vida, permanecía esa esperanza de que al menos, un día terminaría todo esto, y sería más estable, más funcional, más adulta. Era una promesa irresistible. Entonces pasaron los 21 años, los 22. Los 23, que siguen siendo los peores. La pandemia me mostró que siempre puedes estar peor. Pasaron los 24. A los veinticinco años pude ver una ventana de oportunidad, que probablemente no duró ni seis meses abierta antes de volver a sentir esa inestabilidad.

Llegué a los 26 años, increíblemente. Ya no me queda adolescencia para culpar de ese dolor que me hace compañía. No hay forma en que mi lóbulo frontal se desarrolle más que esto. Eso es todo. Ya no hay más camino que recorrer, esto es todo lo que tengo. No puedo ofrecer, ni esperar más de lo que tengo ahora. Supongo que se me acabaron las excusas. Lo único que sigue es envejecer. 

No sé quien lea esto, pero si le conozco, espero que también sea una especie de disculpa, porque no le he hablado ni contestado los mensajes a casi nadie. Ha sido complicado mantenerme en contacto de la forma en que normalmente me gustaría, y de verdad, persigo una forma de comunicación más fluida y más sana que la que puedo ofrecer ahora. Una disculpa sincerísima, pronto estaré mejor.

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